jueves, 19 de noviembre de 2020

Javier Hernández-Pacheco, in memoriam

Anteayer murió, víctima del coronavirus, Javier Hernández-Pacheco Sanz, quien fuera mi profesor, mi director de tesis, mi mentor en tantas cosas y -me gusta pensar- mi amigo. No es fácil decir algo de quien acaba de fallecer sin que, en la maraña de anécdotas, parezca que uno está realmente hablando de sí mismo. Tal vez sea así y lo que de verdad me mueve a abrir este blog, después de años de abandono, sea decir algo de mí. Decir, por ejemplo, simplemente, que siento una gran tristeza. Hace más de veinte años que nos dio clase a los de mi promoción (la generación que se licenció en Filosofía en 2001, vaya odisea) y, aunque veinte años no es nada, es toda una vida. Todavía se fumaba en los pasillos y se hacían fiestas de la primavera. Javier hablaba de la fiesta en sus clases: de cómo Nietzsche y la religión se reconcilian allí donde la piedad se vuelve gratitud y la gratitud se manifiesta en un inmenso sí a la vida. Nos enseñó a reconocer a Fichte en el trabajo de los ingenieros contra el no-yo y a Hegel en las luchas de autoconciencias de las pandillas adolescentes. Era un pedagogo nato, uno de esos profesores que no tiene que "motivar" a los alumnos, como se dice hoy, porque no hay nada tan motivador como la verdad. Aunque sea una verdad así, discreta, con minúsculas: qué gran tesoro es tener una verdad que contar y qué cosa tan infrecuente ser una persona de verdad. 

Javier nunca cayó en la retórica y el academicismo, esos mohos por los que la filosofía languidece entre las páginas de las revistas indexadas. Creía en el pensamiento, en la unidad de la tradición filosófica, en la existencia de un relato construido y custodiado a lo largo del tiempo por los grandes maestros de Occidente. Creía que la humanidad, en su caminar por la historia, había aprendido cosas y había aprendido a contarlas. Yo aprendí muchas de él. Me aguantó cuatro años de tesis doctoral y quince más de madurar, a veces a golpes, y casi lo consigo. Le debo un montón de Guinness que acompañamos, bajo los árboles de Plaza de Cuba, para hablar de novias y de política internacional, de reformas educativas y de los Heuriger de Viena. Cuando comenzó este curso, quedamos en vernos, pero lo pospusimos porque estaban confinados en casa. Le dije que seguro sería cosa leve e hice una broma sobre Donald Trump. Me respondió que tenía toda la pinta de no ser nada. La última frase que tengo de él es la de ese mensaje: "Nos vemos al final de la semana que viene. Si Dios quiere". 

Dios no quiso (¿Alguien entiende a Dios? se preguntaba en cierta ocasión), pero quiso dejarme ese condicional enorme, ese abismo abierto al final de nuestra conversación de whatsapp, como recuerdo necesario de lo efímero de la vida, de lo irreversible del tiempo y de que todo está regido por una Voluntad en la que se diluyen inevitablemente nuestros proyectos y nuestros afanes. Y de que, a la vez, en esa misma Voluntad retornan todas las cosas logradas y se consuman las que quedaron por ser. En uno de los recuerdos más antiguos que tengo de él, estamos en clase, hablando sobre Marx o sobre la Escuela de Frankfurt, no me acuerdo. Javier nos explica cómo el marxismo reinventa la redención diluyendo su contenido personalísimo y dejándola reducida a una utopía colectiva en la que el individuo es lo único que no importa. Y entonces añade: "el cristianismo hará otras trampas, pero al menos no hace esa: cuando dice que te salvas, lo que dice es que te salvas TÚ". Ese "tú" ahora es él. Ya conoce, en primera persona, aquello de lo que habló tantas veces: la única utopía verdadera, el lugar donde la vida se encuentra consigo misma, el final en el que llegamos a ser lo que éramos desde el principio, la fiesta novalisiana del rejuvenecimiento del mundo. Ese Paraíso huele, seguro, a pino y a romero y a marismas.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Filosofia en estado de alarma

La crisis del coronavirus nos ha traído muchas sorpresas (y las que nos traerá). Una de ellas es que, a estas alturas de la vida y tras haber dejado languidecer este blog por demasiado tiempo, me veo empujado a reciclar este viejo recurso para complementar las clases no presenciales que, desde ahora y hasta sabe Dios cuándo, vamos a tener que impartir los profesores en varios países del mundo. Así que he creado este otro blog, Filosofía en estado de alarma, para continuar las clases de Bachillerato. Está pensado para alumnos de secundaria, pero iré subiendo cosas de introducción a la filosofía. Tal vez a alguno de los que rondabais por aquí os pueda interesar. Ánimo a todos y mucha fuerza.

domingo, 11 de febrero de 2018

Cincuenta sombras de totalitarismo

En 1795 se publicó de forma anónima la obra de Sade Filosofía en el tocador. La fecha es importante, porque coincide con la publicación de otra obra crucial para el desarrollo filosófico de la Ilustración: La educación estética del hombre, de Schiller. En su libro, el Marqués de Sade nos cuenta la historia de una joven, Eugenia, instruida por Dolmancé en los dolorosos placeres del BDSM y en los principios de una filosofía materialista cuyo fundamento es la idea de que los instintos -recibidos de la naturaleza- no pueden verse reprimidos por preceptos morales. Ambas obras, la de Sade y la de Schiller, constituyen -vistas desde lejos- dos formas de reivindicación de la naturaleza en el hombre: Sade, a través de la desinhibición sexual y el cuestionamiento materialista de la moral tradicional; Schiller, a través de la reconciliación entre la libertad y la naturaleza en la obra de arte. Ambos comprenden que no hay liberación, que no es posible la emancipación, si la naturaleza no recupera su papel en la vida del hombre: un papel que le ha sido arrebatado por la cultura, la razón y la moral.

Viene todo esto al caso de que, desde el año 2015, no dejo de encontrarme en las redes sociales con intentos de boicot -a veces simples memes- vinculando la historia de E. L. James (Cincuenta sombras de Grey) al machismo, el heteropatriarcado y la violencia de género. La suerte en este caso es que la autora del libro sea una mujer; porque, de lo contrario, se añadiría a la polémica la responsabilidad del hombre en la propagación de estereotipos falocéntricos. Por lo demás, algo parecido ocurrió hace años con la polémica en Alemania con el Tribunal Constitucional: la izquierda feminista ponía en cuestión su legitimidad con el argumento de que todos sus miembros eran hombres. Cuando las leyes igualitarias equilibraron los sexos, el argumento pasó a ser el de la alienación femenina y el problema del machismo en las mujeres. Porque aquí se funciona igual que en el comunismo o en el nacionalismo, y el hecho no es casual: el pueblo alienado es enemigo del verdadero pueblo, igual que son enemigas de la liberación de la mujer las mujeres que se empeñan en no ser liberadas. Ay.

A lo que iba: Ilumina cruelmente la faz decadente de nuestra época el hecho de que el rechazo a la obra no se deba a motivos estéticos (el espanto ante la mala literatura), sino a reparos de moralidad sexual. La obsesión del totalitarismo por meterse en la cama de los ciudadanos ha sido una constante en la historia. Por ejemplo, en el capítulo de La ciudad del sol dedicado a la procreación, Tomasso Campanella detalla los días de la semana en que está permitida la unión carnal, la higiene requerida, los permisos a las autoridades, la asignación de mujeres y hombres en función del temperamento individual, y un sinfín de preceptos que hoy consideraríamos, en el mejor de los casos, ridículos. Lo mismo puede decirse de la Cristianópolis de Andreae, donde explica que no existe delito peor que el de la impureza. El desorden sexual lo contamina todo: “La impureza (…) difunde los vicios, confunde las dotes, esparce las efermedades, extiende la maledicencia, propaga la infamia, vacía la conciencia, provoca la saciedad, cubre de inmundicias, dilapida los bienes, amontona las amenazas del Señor, siembra la desesperación y trasfunde la pena”. Por supuesto, el propio Platón tiene instrucciones claras sobre lo que hace cada uno en la cama y -en su caso- la obsesión moral va unida a un rechazo explícito a la poesía, a la escritura de ficción que aleja de la verdad y de la virtud. Incluso Aristóteles, tan poco dado a las utopías, se enreda en las cuestiones sexuales y se empeña en describir edad, forma, carácter y hasta vientos favorables al ayuntamiento sexual (v. Política, libro IV). Y por supuesto lo encontramos -¿cómo podría no ser así?- en el camarada Lenin, para quien el amor libre era una reivindicación burguesa y el exceso de sexualidad, un signo de degeneración.

La obsesión por la moral sexual es el contrapunto necesario de una obsesión por el poder: El tabú como base del control político. Cómo en tan pocas décadas se ha pasado del "prohibido prohibir" a una sociedad moralmente histérica es una historia que alguien debería escribir algún día. Casi cualquier práctica reivindicada y conquistada por el progresismo clásico es ahora impugnada por los reaccionarios y las reaccionarias a sueldo de partidos y medios, por los gurús del puritanismo laico y los santos guardianes de la fe que se dice feminista: desde el lenguaje a la pornografía, de la prostitución a los roles sociales, prácticamente todo lo que implica dominio individual del propio cuerpo es malo. Hay una policía religiosa, repartida por las portavocías de los partidos políticos, las instituciones públicas, las escuelas y las columnas de los periódicos, caracterizada por un absoluto desconocimiento de todo cuanto puede considerarse científico en relación con el comportamiento humano (psicología, etología, neurobiología...) y que ha asumido la tarea de solucionar los problemas de la desigualdad y la violencia basándose en una metafísica infantil, que no solo es incapaz de corregir lo que pretende, sino que además oculta una perversa voluntad de dominio político. Una única idea simple (el heteropatriarcado) como explicación de toda la realidad social y sus defectos y como justificación de una moralidad puritana y antiliberal que extiende sentimientos de culpa y tabúes como si tales cosas hubieran solucionado alguna vez un solo problema social.

Es verdad que la convivencia cívica exige aguantar las ocurrencias absurdas de tu prójimo, igual que uno espera de los demás comprensión con las estupideces propias. Pero entramos en el terreno de lo intolerable cuando alguien pretende legislar sobre lo que hacemos en la cama. Y si personas adultas y responsables quieren fantasear con jaulas y esposas, azotes y vendas, pues amén y aleluya. Concluyo -pues el espíritu de la época no se lleva bien con textos demasiado largos- con una cita del Marqués de Sade, mártir de la emancipación, noble revolucionario y defensor del papel liberador de la literatura y la fantasía: “¡Renuncia a las virtudes, Eugenia! ¿Hay uno solo de los sacrificios que pueden hacerse a esas falsas divinidades que valga lo que un minuto de los placeres que se gustan ultrajándolas? Bah, la virtud no es más que una quimera, cuyo culto sólo consiste en inmolaciones perpetuas, en rebeldías sin número contra las inspiraciones del temperamento. Tales movimientos, ¿pueden ser naturales? ¿Aconseja la naturaleza lo que la ultraja? No seas víctima, Eugenia, de esas mujeres que oyes llamar virtuosas. No son, si quieres, nuestras pasiones las que ellas sirven: tienen otras, y con mucha frecuencia despreciables... Es la ambición, es el orgullo, son los intereses particulares, a menudo incluso sólo la frigidez de un temperamento que no les aconseja nada” (Filosofía en el tocador).

viernes, 13 de octubre de 2017

Cosas varias al hilo de Cataluña

1. A uno pudiera parecerle incomprensible, a la vista de las noticias sobre el proceso electoral, sobre los resultados, la abstención, la fuga de empresas, la respuesta internacional, etc., que un soberanista no se plantee, al menos, que tal vez no sea el momento ni el modo de llevar hasta el final sus aspiraciones políticas. La razón de que esto no sea así y que sigamos viendo muy exaltada a la hinchada nacionalista es que vivimos en universos informativos diferentes. Los lectores de Ara y los lectores de El Mundo viven realidades distintas. En las redes sociales, el asunto es aún más grave: recibidas en su origen por ciertos intelectuales postmodernos (Vattimo, por ejemplo) como herramientas potenciales de comunicación universal, las redes sociales se han degradado hasta convertirse en microcosmos donde uno ya solo lee, mira y comparte lo que refuerza su sentido de la identidad y de la verdad. Literalmente, no vivimos en el mismo mundo. Y eso es jodido para el futuro de nuestras sociedades, más allá de la movida catalana.
2. El mito de “La Gente”, “El Pueblo” o “Nosotros”. Es la superstición más extendida por la Weltanschauung ibérica. El argumento nacional-populista dice así: son los catalanes los que deben decidir el futuro político de Cataluña, lo que equivale a decir: un tipo en Soria o en Sevilla no tiene derecho a votar la autodeterminación catalana. En cambio, nadie cuestiona que los ciudadanos de los pueblos del Pirineo leridano, independentistas hasta la médula, condicionen con su voto el futuro del cinturón industrial de Barcelona, de Badalona, de Lloret del Mar o del Valle de Arán, ciudadanos a los que la erótica soberanista les pone bastante menos. Puestos a ser escrupulosamente respetuosos con la voluntad popular, ¿por qué no radicalizar la consulta y preguntar a las comarcas, a los municipios, para al menos constatar el absurdo de que un país pueda estar preguntándose a sí mismo permanentemente su identidad? ¿Por qué se cuestiona tan alegremente la nación legalmente constituida y se respeta con temor religioso la nación mitológicamente inventada? En los sistemas políticos no totalitarios, no hay "nosotros" más allá de la suma de "yoes". Lo que me lleva al siguiente punto.
3. “Autodeterminación” es un concepto ilustrado y tiene un sentido individual: Solo el individuo puede ser sujeto de autodeterminación. Es el núcleo indivisible, el átomo, de cualquier exigencia de libertad. La cuestión política solo entra en escena en relación a si el Estado favorece o entorpece el ejercicio de esa libertad individual, de esa autodeterminación. En Kant y en los ilustrados, de hecho, significa la capacidad de actuar de acuerdo a una norma que es pensada como común a todo el género humano, la capacidad de actuar por encima de las pasiones, las inclinaciones, las creencias. Así aparece históricamente también el concepto de nación, en el contexto de la Revolución Francesa: Cuando el pueblo se rebela contra una concepción patrimonialista del territorio y de los recursos y lleva a cabo la superación del Antiguo Régimen. Dicho de otra forma: Autodeterminación y nación representan justo lo contrario del nacionalismo.
4. Otra cuestión casi metafísica: El mito del “Referéndum” como solución a las tensiones políticas. Como es bien sabido, en 1995 Quebec organizó un referéndum de eso que la gente llama autodeterminación. La pregunta era tan ambigua que el legislativo terminó elaborando una ley (nacional) de transparencia (el "Clarity Act") para hacer frente a las escaramuzas dialécticas del particular Procés quebequense, ley en la que además se fijaba la participación del Parlamento nacional canadiense. Quebec respondió con su propia ley de autodeterminación en la que se evidencia que el referéndum no ha resuelto en absoluto la tensión política. Un referéndum soberanista es siempre una trampa: Solo sirve si el nacionalismo alcanza el poder total e impide cualquier marcha atrás. En el otro gran espejo del nacionalismo periférico español, Escocia, sucedió lo mismo: Poco después de celebrarse un referéndum de autodeterminación (ojo: concedido y regulado por el Estado de acuerdo a las leyes británicas) los nacionalistas escoceses ya estaban reclamando otro para aprovechar el tirón del descontento post-Brexit. El referéndum -no importa el resultado- jamás resuelve la tensión política. Solo la eleva a un nivel diferente.
5. En democracia creemos que solo el consenso disuelve -o al menos rebaja- la tensión: El acuerdo en que todos, al abandonar sus puntos de partida individuales y sus exigencias maximalistas, ganan un espacio común. La famosa convivencia. Pero el nacionalismo no dura mucho tiempo en el consenso. Por eso únicamente lo acepta como medio para acumular más poder y permitirse la creación de nuevas tensiones futuras. Es su ciclo natural. Ya había en España un consenso nacional: Es la historia de la democracia española y la fragmentación del poder nacional para dar sitio, espacio y cauces a las sensibilidades y aspiraciones nacionalistas. La situación actual es la negación del consenso alcanzado.
6. Otra cuestión metafísica: El mito de la “Mayoría”. Todos los políticos, sin excepción, intentan hacer suyo el sentir de la mayoría, como si esa fuera la cuestión decisiva. Pero no es exactamente así: La democracia es el gobierno de la gente, sí, pero a través de las leyes; la democracia es el gobierno de las mayorías, sí, pero con respeto a las minorías. Hay democracia donde el gobierno está sostenido por la mayoría, pero solo si ese gobierno está sometido a ciertos mecanismos de control. Una cuestión emocional, económica, política y socialmente tan compleja como la secesión de un territorio no puede ser dirimida en un referéndum por mayoría simple. La fórmula autonomista es precisamente una solución donde cohabitan varios sentidos de pertenencia.
7. El respeto. La izquierda es muy sensible: Se pone muy indignada cuando ve a unos ultras diciendo barbaridades en la calle o en las redes sociales. El otro día, la plana mayor de Unidos Podemos compartía por Twitter el video de un hombre en Sanlúcar de Barrameda al que le quitan con violencia un cartel pidiendo diálogo. Y me parece muy bien que sea tan intolerante con los intolerantes. Tiene, sin embargo, una doble vara de medir: todos estos periodistas, intelectuales, políticos, tuiteros, que se llevan las manos a la cabeza por las manifestaciones de violencia que consideran inaceptables, ¿se indignan igual cuando las juventudes nacionalpopulistas atacan los puntos de información de Ciudadanos, cuando las amenazas de muerte en las sedes de los partidos que no comulgan con el dogma identitario, cuando piden la violación en grupo de la líder del principal partido político de la oposición catalana, cuando las presiones en la Universidad, en los colegios, en los medios, cuando llaman "falangistas" y "fascistas" a quienes se manifiestan en defensa del orden constitucional? Se ve que, también aquí, el respeto depende sobre todo del cariz ideológico de las víctimas y los verdugos.
8. Otra constante en nuestra nueva izquierda: La falacia de los nacionalismos simétricos. La bandera de España, agitada en la manifestación constitucionalista, no es el símbolo de otro nacionalismo excluyente. No se ondea como símbolo identitario frente a otros (no deja de ser llamativo que apareciera tan a menudo acompañada de la senyera y de la bandera europea). La defensa de la unidad y la legalidad, del consenso y la convivencia, no puede ser puesta al mismo nivel que la defensa de una ruptura unilateral, el desprecio a las leyes, la imposición de una identidad sobre otra y la tensión social.
9. Qué le pasa a la izquierda de la izquierda. Lo explica muy bien Zizek, el gurú de los revolucionarios europeos: La izquierda que carece de criterio político propio se dedica a negar sistemáticamente el discurso de sus adversarios ideológicos. Son incapaces de compartir un espacio discursivo con los demás. Irene Montero salió el otro día en televisión para explicar que la declaración unilateral de independencia no tenía legitimidad, pero que la aplicación de un artículo de la Constitución, ¡mucho menos! Cuando se conviertan en una fuerza política irrelevante y Rajoy vuelva a ganar las elecciones generales, tal vez tengan tiempo de pensar cómo lograron -en medio de la peor crisis económica, social y moral de nuestra historia democrática- la animadversión de la mayoría social de este país y la perpetuación del PP en el gobierno in saecula saeculorum, amen. Deberían echar un vistazo a los barrios obreros de las principales ciudades españolas y preguntarse por qué esos balcones desvencijados llevan días ondeando la bandera nacional.
10. Cuestión final. El nacionalismo no puede domesticarse. La cesión de competencias ha sido tan amplia que ya solo queda lo que Artur Mas reconocía el otro día precisamente como necesario para ejercer una independencia completa: jueces, hacienda, aduanas. Si consiguen eso, el camino a la secesión será imparable por la vía de los hechos consumados. Ayer, los líderes de los principales partidos nacionales hablaban de una reforma de la Constitución: ¿será para dar respuesta a las necesidades de todo el país, se abordarán las reformas institucionales que desea una mayoría de españoles, o supondrá solo una enésima cesión a las fuerzas centrífugas, a la espera de que la siguiente crisis tenga que resolverla otro?

martes, 3 de octubre de 2017

Variaciones sobre un mismo tema

"Non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere", decía Spinoza. "Ni rías, ni llores, ni te indignes: comprende". Sin embargo, cuesta mucho pensar con frialdad spinoziana todo lo que está pasando en este país donde, como reza el adagio esotérico, las emociones viajan más rápido que el tiempo. Porque, en realidad, el verdadero problema es que las emociones son ya el único problema. La lógica tribal se impone, la de los egos y las identidades heridas, y cuando eso ocurre solo queda decir, con Feyerabend, adiós a la razón. Hace años una imagen me impresionó mucho: un fundamentalista islámico habla ante las cámaras de su lucha contra los infieles y, de pronto, se le quiebra la voz y comienza a llorar. Es el romanticismo de los totalitarios, la delicada melancolía de los criminales. Últimamente todo el mundo llora. A mí, lo confieso, también me parece bastante triste todo esto, aunque la tristeza -dicen los psicoterapeutas- es ira reprimida y, como tal, solo espera el momento de salir; busca su válvula de escape. Mientras tanto, la guerra es de símbolos. Gracias al presidente más inepto de la historia de España, las cargas policiales del domingo se han convertido en estandartes de la represión con la misma rapidez con que se han olvidado ya las cargas de los Mossos contra el 15M y sus incontables condenas judiciales por tortura. De estos queda ahora la imagen del abrazo, su elevación ritual a ejército del pueblo. Y cuela. Esta es la magia de los símbolos, la fuerza simbólica de una imagen. He recordado estos días a Boris Groys, un teórico del arte al que traduje hace unos años. Escribió un libro titulado "Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural". Es un libro que hay que leer para entender algunas cosas de nuestro tiempo: no hay fuerza moral y política -dice- como la creación de un nuevo valor. Aunque lo nuevo sea la mierda enlatada de Manzoni. Por eso, como todas las épocas largamente estables, la nuestra es milenarista. El nacionalismo, el populismo, el yihadismo son variaciones sobre un mismo tema: la culminación de la historia, el parto de una sociedad utópica, esa estética del hombre nuevo que atraviesa nuestra historia desde el Talmud hasta los panfletos del Ché Guevara. Y es que no hay idea más vieja que la de lo nuevo. Una señora de edad avanzada también se emocionaba ante las cámaras explicando el entusiasmo que le produce asistir al alumbramiento de una nueva república. Me acordé de Kant quien, hablando sobre la Revolución Francesa, venía a decir: Es una auténtica barbarie, pero la gente siente entusiasmo por la idea de estar trayendo el Bien a la Tierra. "Entusiasmado" significa en griego "que lleva un dios dentro", es decir, iluminado, poseído. Hay siempre algo religioso en el entusiasmo político. Los símbolos, las emociones, las creencias lo ocupan todo. Por eso la violencia ya está en marcha e irá a más. La catástrofe, por lo demás, no es solo nuestra, como pretenden quienes se empeñan en ver nuestro país como una anomalía europea. Por todas partes del mundo asistimos al fracaso de la democracia como técnica racional, como procedimiento decisorio. Hace ya mucho tiempo que no hemos experimentado la verdad de que, fuera de la ley, aguardan la violencia y sus monstruos: los monstruos que produce, no la razón, sino su sueño.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Otegi en Cataluña

Como si el ruido permanente de los secesionistas catalanes no fuera ya suficientemente insufrible de por sí, como si no fuera suficientemente humillante la montaña diaria de mentiras, falacias, descalificaciones y desplantes, ahora se les ha ocurrido traer a Arnaldo Otegi para convertirlo en un icono de la causa catalanista. Un tipo que estuvo en prisión por secuestro y pertenencia a organización terrorista. Un tipo que, el 14 de julio de 1997, se negó a participar en la condena del asesinato de Miguel Ángel Blanco, a quien ETA había ejecutado de un tiro en la nuca ignorando una movilización ciudadana sin precedentes. Un tipo que, en 2002, cuando ETA mató a una niña de seis años, Silvia Martínez Santiago, salió a explicar cómo era necesario “racionalizar el conflicto” y las circunstancias que hacían posible que ocurrieran “dolorosos sucesos” como aquel, para inmediatamente culpar a Aznar de lo ocurrido. (¿No suena reciente esto de culpar al presidente del gobierno de lo que hace un grupo de terroristas fanáticos?). Un tipo que, cuando ETA mató (son tantos ya) a López de Lacalle, periodista, fundador de CCOO y un referente en la lucha por las libertades, lo único que alcanzó a comentar fue que el atentado ponía sobre la mesa “el papel de los medios de comunicación en Euskal Herria”.
Este es el tipo y es conocido por todos. En realidad, lo cuento porque tal vez haya quien me lea y no conozca aquella parte -tan reciente que casi es presente- de la historia de España. Yo no soy ningún sabio ni un experto en política, pero he leído a Marcuse, a Horkheimer, a Benjamin, a muchos de los que lucharon en Europa contra el fascismo cuando el fascismo no era una palabra que usan los niñatos para desprestigiar el sistema que los mantiene con vida y libres. ETA y su mundo han sido lo más parecido que ha habido, ya en una España constitucional, al totalitarismo genocida europeo de los años 30 y 40.
El otro día, el símbolo de aquel totalitarismo todavía invicto, fue a la televisión pública catalana para mofarse de Albert Rivera, tras abrazarse y hacerse selfies con simpatizantes independentistas por las calles de Barcelona. Siendo lo menos malo que ha hecho en su vida, me pregunto cómo hemos llegado a este estado miserable de impunidad y olvido. Ese estado que nos ha llevado a presenciar marchas nocturnas con antorchas, quema de banderas, homenaje a terroristas, acoso a partidos de la oposición, y que no es más que la consecuencia de una renuncia al ejercicio del poder nacional y al dominio del discurso político. Y, aunque no tengo muchos motivos para la esperanza, todavía deseo que, con la misma higiene democrática con que se ilegalizó y desmontó el entramado político que hacía posible la supervivencia de ETA, se ponga fin al golpe de Estado en Cataluña y toda la inmundicia moral que lo rodea.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Elogio y refutación del humor

La escena es bien conocida: Un monje llamado Jorge de Burgos -facciones duras, ojos blanquecinos por la ceguera- le explica a Guillermo de Baskerville (trasunto literario de Ockham, la incipiente modernidad nominalista) cuáles son los peligros de la risa. "La risa es un viento diabólico -dice el airado monje- que deforma las facciones y hace que los hombres parezcan monos". La descripción del monje busca, obviamente, nuestra antipatía. Su odio a la risa es solo expresión de un odio general, más profundo, contra el ser humano y contra la vida. Representa la mirada irritada de un mundo que prefiere la férrea seriedad del orden a la caótica alegría de una libertad venidera. Jorge -¡atención spoiler!- resulta ser finalmente el responsable de las extrañas muertes acontecidas en la abadía, al haber envenenado las páginas de un libro de Aristóteles dedicado a la risa. 

Pues bien: Cuando Aristóteles, en la Poética, se ocupa de la comedia y el humor, señala con claridad que se trata de un arte de segunda. "Lo cómico -dice- es un defecto y una fealdad que no contiene ni dolor ni daño". Imita, frente al gran arte de la tragedia, aquello que es feo, miserable, estúpido, no ejemplar. A pesar de este papel secundario, la comedia tiene su lugar en el arte, y precisamente porque pone de manifiesto la imperfección, pudo convertirse con el tiempo en un arte proclive a la crítica. Especialmente a la crítica social. La literatura española tiene, desde el Barroco y ya antes, muchos y muy claros ejemplos de ello. En la Alemania del siglo XVIII, el humor, lo cómico y el chiste alcanzaron incluso dignidad filosófica cuando los primeros románticos convirtieron el concepto de Witz en una categoría metafísica. Novalis decía que el ingenio humorístico (Witz) era electricidad espiritual, lo que atraviesa y unifica todos los conceptos. Pero el propio Schlegel advierte que "el Witz entendido como instrumento de la venganza, es tan peligroso como el arte entendido como instrumento de la curiosidad".

En efecto, hay algo peligroso en el humor, y he pensado en ello cada vez que algún problema social ha sido tratado frívolamente en un tuit, una viñeta, un meme humorístico. Cada producción del espíritu humano genera sus propias contradicciones y en esto el humor no es una excepción. Pone de manifiesto, intuitivamente, las disonancias del mundo, pero, al hacerlo, prescinde de las reglas lógicas del discurso. Ignora -cuando no asume deliberadamente- la facilidad con que una falacia se instala en el lenguaje y hace imposible el entendimiento. 

Pues bien: El estado de nuestra época es el de una sociedad de la risa gratuita, del humor sin motivo ni fin. El mismo hombre contemporáneo que necesita encender la tele, la radio, el ordenador, para no sentir la tristeza de una existencia nihilista, prescinde del debate sosegado, del análisis lento, de la aburrida información. Desconoce cuanto Hegel llamaba el "lento trabajo de lo negativo" y lo sustituye por un borrón, una negación abstracta, un chiste que tapa con la risa la seriedad de las cosas y que, en general, solo conserva su carácter humorístico en la medida en que se ríe de los otros. Se acuerda uno entonces de aquella famosa escena de En busca del fuego en que los neanderthales -inspirados por la joven sapiens- aprenden a reír cuando uno de ellos le tira una piedra en la cabeza a otro. Es, literalmente, una risa simiesca. Entonces el chiste, la viñeta, el humor no solo se desvisten de su potencial ilustrado y emancipador, sino que se convierten de hecho en el modo como se consuma la tendencia involutiva de las sociedades postmodernas: el chiste se convierte en un instrumento de la incomunicación, de la fragmentación tribal, de la venganza. 

No es difícil constatar que hoy, en las sociedades postmodernas, el humor se ha convertido en un absoluto: Debe haber humor en los debates políticos, en los mensajes de whatsapp, en los programas de cocina, en las misas y en la información meteorológica. Dan ganas de decir que no hay nada más deprimente que esta sobrecarga de risas simiescas. El humor es, sí, un absoluto y, como tal, es también un tabú: uno puede decir cualquier barbaridad y pretenderse al margen de todo juicio ético o penal con tal de aducir que "solo es un chiste". Es decir, que el chiste se ha convertido en lo más serio que tenemos. 

Termino. Suele decir mi amigo Bernardo que la vida es un cachondeo. Y tiene razón. Pero -permítanme el chiste hegeliano- también es verdad lo contrario: que la vida es una cosa muy seria. El enfado de Jorge de Burgos -tan desagradable a nuestra sensibilidad- tal vez tenga algo que decirnos a los hombres del final de la historia: La risa unifica a los hombres en el ridículo teatro de una vida siempre contradictoria y deficiente. Tal vez no deberíamos enfrentar un destino tan épico con las facciones deformadas, empujados por ese viento diabólico que hace que los hombres parezcan monos.