miércoles, 28 de julio de 2010

El malestar, la culpa y el estigma

Desde la cueva paleolítica al apartamento neoyorquino, el hombre ha sido fundamentalmente infeliz. Sin duda ha tenido algunos momentos de gloria y muchos ratos de satisfacción personal, pero nunca ha podido evitar pensar, en el fondo de su corazón, que "las cosas deberían ser de otra manera". Hacer creer a los hombres que toda su infelicidad es natural (esto es, dependiente de un orden inmutable establecido por el universo, los dioses o la estirpe) ha sido, desde siempre, el recurso psicopolítico preferido por quienes ejercían la dominación. Por el contrario, todas las épocas revolucionarias comienzan cuando, en primer lugar, se convence a la gente de que al menos una buena parte de su infelicidad es artificial, y de que, en segundo lugar, esta infelicidad puede ser políticamente subvertida y transformada en libertad y bienestar. Lo primero es cierto sólo parcialmente; lo segundo conduce siempre a la creación de un chivo expiatorio en el que se concentran todas las energías timóticas y toda la furia resentida de un pueblo. Pues si mi infelicidad no es natural, entonces tiene un causante, y si tiene un causante que no es la naturaleza, entonces tiene un culpable. Se llega, en un solo salto, de la metafísica al derecho penal, de la crítica al holocausto. Desde ese momento, la instancia simbólica creada como objeto de purgación histórica ha sido el becerro de oro de todas las pequeñas políticas llevadas a cabo por oportunistas sin escrúpulos que buscaban hacerse con el beneplácito del pueblo, orientando su ira hacia minorías, grupos sociales, activistas de distintas causas, símbolos de todo tipo. Toda sociedad crea sus estigmas y su nivel de evolución se mide a menudo menos por la materia de sus leyes que por la intensidad con que produce y persigue estigmatizados. La noble causa de la razón es siempre desenmascarar la arbitrariedad de dicha condición estigmatizada, hasta volverla vergonzosa: poner en palabras la dignidad de aquellos que son convertidos en objeto de desprecio para complacer el falso sentimiento de justicia de quienes los persiguen. Cantar la Marsellesa cuando suena el Horst Wessel Lied es, sin duda, un triunfo de la dignidad. Pero también en ocasiones menos sublimes y cuando nuestra autoconciencia de rectitud nos empuja a perseguir a otros a golpe de santa intransigencia, se vuelve imperiosa la necesidad de negar sin estigmatizar. Incluso -por poner un ejemplo cualquiera- frente a quienes defienden la tauromaquia.

miércoles, 14 de julio de 2010

Esbozo de tres reflexiones sobre el Mundial

1. Tras la victoria, se celebran las virtudes ejemplares de los jugadores. De acuerdo. ¿Podemos entonces empezar a valorar en la educación y en el trabajo cosas como el mérito, el esfuerzo, la distinción, la competitividad, la idea misma de “selección”?

2. Los nacionalistas quieren selecciones regionales para obligar a los ciudadanos no nacionalistas de sus comunidades a decidirse entre sus identidades: o eres vasco y vas con la selección de Euskadi o eres español y vas con la selección española. La selección es, para ellos, un gran objetivo en términos simbólicos: establecer lo español como extraño, hacer irreconciliables ambas identidades.

3. El recelo ante los símbolos culturales catalanes o vascos. Ejemplo, ante la señera que llevan Puyol y Xavi. La gente que inconscientemente siente hostilidad ante los símbolos y la lengua de vascos y catalanes… ¿cómo pretenden no fomentar el sentimiento independentista? Para mí, lo mejor de la final fue ver a Puyol, jugador de la selección española, besando la bandera catalana. Si realmente es posible la cohesión entre los pueblos de España, esa bandera es parte de nosotros. Si existe España, si debe seguir existiendo, debemos aprender de una vez a sentirnos orgullosos de las culturas que la forman, a vivir como propios los signos de identidad de nuestras regiones. Si no, no vale la pena.

domingo, 4 de julio de 2010

Lo que la ciencia no explica

¿Por qué es preferible la verdad a la mentira?