martes, 15 de noviembre de 2011

Quien lo probó, lo sabe

Nunca escribo sobre el amor. Me pasa también con la poesía: apenas he escrito un par de poemas amorosos en mi vida. Y supongo que se debe al hecho de que, como Raymond Rarver, no sé muy bien de qué hablamos cuando hablamos de amor. Como casi todo el mundo en nuestra cultura, he sido educado en una visión esquizofrénica del amor: por un lado, los profundos vestigios de una caridad cristiana apenas visible en la vida social; por otro lado, la poderosa mitología cinematográfica del amor extático. La primera concepción dice que el amor es donación y entrega, abandono de sí en el otro, deseo de su bien y fruición de su presencia. Como una fuerza estabilizadora del espíritu, permite amar al enemigo y hacer el bien a los que nos maldicen. Aristocracia del amor que reparte sus dádivas entre los pobres, subido a lomos de un caballo blanco. Rebosa de sí, según la vieja metáfora, como el vino de una copa que debe derramarse. El otro relato, en cambio, asegura que el amor es fundamentalmente algo que el hombre no busca, ni posee, ni decide, sino que encuentra. No es el hombre quien lo entrega, sino quien lo recibe de manos del divino azar. Inesperado y fugaz como el azar mismo, cura al hombre de la indigencia y el raquitismo de su estado de soledad. El reverso es claro: la soledad es el valle de lágrimas, y el enamoramiento, la redención. Este amor, que cura y completa y hace feliz, no admite grietas, pues de lo contrario sería un falso Redentor. El primer amor supone una fuerza; el segundo, una carencia que ha de resolver otro. Entre el dar y el pedir, la distancia es tan grande como entre un dios y un gusano. Pero en esa distancia es donde enraíza el amor erótico: el hombre no busca el amor como quien realiza un acto de caridad, sino como un mendigo recién despertado a la conciencia de su propia desnudez. Quiere ser atendido, cuidado, protegido, respetado. Amado, en fin. Entonces esa conciencia requiere una gran dosis de humildad: pues no es nada fácil aceptar que nuestra felicidad dependa de una persona tan imperfecta como nosotros mismos, y es, en cambio, muy fácil creer que el otro es quien tiene la obligación, la tarea, de nuestra completud. Muy desolador contemplar los trazos imperfectos con que ha sido cortada nuestra media naranja, y muy difícil que eche raíces el amor allí donde uno, o los dos, simplemente se sienta a esperar a que el otro le traiga en bandeja los manjares de una Felicidad que, hasta entonces, se había presentado como una burlona máscara carnavalesca, apareciendo y ocultándose entre rostros, bailes, paisajes... Por eso hay tantas parejas que sólo subsisten por el miedo neurótico a regresar al estado de carencia inicial: preferimos los falsos profetas a los desiertos sin dioses. De ahí también la ceguera con que muchas personas se ven a sí mismas en sus relaciones amorosas, creando una imagen de sí que obvia el sutil maltrato, la manipulación, la inacción y el egoísmo. Y también, por supuesto, el engaño, el desprecio, la frustración y la tristeza. Porque, entre el abrazo apasionado con que termina la película y el difícil trabajo de reunir dos carencias, se nos olvida la cuestión fundamental: qué buscamos cuando buscamos el amor.